¡Hola! ¿Cómo se preparan para estas navidades? Espero que bien. Yo por mi parte estoy haciendo o mío poniéndome al corriente con todo el material que tenía atrasado, ya que al fin pasé de curso en la universidad, puedo pasar diciembre tranquila (gracias a Dios), por eso estaré actualizando (o tratando de actualizar) mucho más seguido, y también emprenderle con todos los proyectos que dejé a un lado por un tiempo.
Por eso, para iniciar esta nueva racha decembrina, les he traído el relato para la Antología Navideña 2011, un proyecto muy interesante que organiza Dulce Cautiva en su blog, y que es bastante ambicioso y muy original (cabe destacar que me siento muy orgullosa de formar parte). Espero que les guste, y si quieren saber más acerca de esto o leer los otros relatos participantes, pasen por aquí.
Bueno, ahora si, aquí se los dejo:
EL REGALO PERFECTO
—¡Atchis!
Genial… —gimió Rebecca con amargura—, Ahora solo me falta pillar un resfriado.
En verdad, enfermarse sería como dicen “la cereza del pastel”, en un día que de por sí, podría considerar el peor en mucho tiempo. Pero como todo era cosa de la mente, comenzó a pensar como un mantra… No voy a enfermarme, no voy a enfermarme, no voy a…
—¡Atchis— Demonios, esto no funciona.
Obviamente, el hecho de llevar puestas ropas completamente húmedas gracias a la nieve que caía sobre su cabeza, no iba a ayudarle de mucho contra el resfriado. Estaba muerta de frío, las puntas de sus finos dedos heladas. Mas no podía hacer nada… se había olvidado las llaves de su apartamento dentro, y como mujer completamente segura de sí misma y llena de autoconfianza, nunca había dejado un duplicado debajo de una maceta, o bajo la alfombra —como tantas veces mostraban en las películas— así que no tenía forma de entrar, y con semejante frío, sus neuronas simplemente se negaban a trabajar sobre tiempo, ya habían sido forzadas hasta su punto máximo durante el día.
¿Qué iba a hacer ahora? Sus padres no estaban en la ciudad, porque se habían ido en un crucero por el Caribe como regalo de navidad, uno que ella también hubiera podido disfrutar si el abusador de su jefe no le hubiera exigido presentarse a trabajar aunque estuviera de vacaciones. No le bastaban los otros catorce empleados, ella tenía que estar ahí. Además, era la noche de navidad, todas las personas estaban en sus casas calentitas, celebrando con sus familias —bueno, todas las personas menos ella—, y para rematar, Anette, su mejor amiga, estaba con su esposo en la casa de su madre al otro lado de la ciudad, y con semejante cantidad de nieve en las calles era prácticamente imposible conducir, ni que decir ir caminando con tan baja temperatura.
Estaba en problemas, sus pies sepultados en un montón de nieve blanca comenzaban a ser insensibles para todo, hasta para ella. Se removió en un vano intento de escapar del aire helado que sopló, pero su cuerpo delgado y pequeño no podría soportarlo por más tiempo. Estaba desesperada. Tanto, que apenas viera a algún vecino entrar a su casa le pediría auxilio y refugio. Pero nadie llegaba, o bien todos se habían ido o ben nadie deseaba ayudarla, porque la entrada jamás había estado más vacía.
Oteó el cielo y suspiró deprimida, pues los nubarrones grises no auguraban nada bueno para ella ni para su situación. La acera ya estaba cubierta de una delgada capa de hielo, y Rebecca pensó que nunca había odiado tanto la nieve como en ese momento. El vaho de su aliento era cada vez más blanco, y los estremecimientos de frío ya le recorrían sin piedad el cuerpo. Cerró los ojos por un segundo, intentando imaginar un lugar más cálido, pero su mente interpretó la señal como una rendición al cansancio, y sus párpados se volvieron tan pesados que ya no pudo separarlos. Soltando un gemido adolorido, se dejó resbalar por la pared, totalmente segura de que plantar su trasero en la nieve era una muy mala idea, pero sin poder hacer nada para evitarlo.
De pronto, su caída fue frenada de manera brusca. Intentó abrir los ojos mientras su cuerpo era rápidamente devuelto a una posición vertical, pero sus pestañas estaban congeladas. El apretón en sus brazos se intensificó cuando fue evidente que no conseguía mantener el equilibrio por sí misma. Sintió la fuerza de alguien junto a ella mientras, ayudada por su fuerte agarre, intentó poner sus rígidas piernas en movimiento, pero no lo consiguió.
—¿Puedes caminar? —le preguntó una voz. El chorro caliente de su aliento rozándole los pómulos.
Rebecca abrió la boca para decirle que no podía sentir sus pies, pero solo pudo emitir un gemido dolorido, así que movió su cabeza de un lado a otro para hacerle saber que eso era tan difícil para ella como mover una roca. La persona hizo un sonido extraño, como angustiado y posteriormente la levantó en brazos como a una niña. Percibió como unas manos fuertes rodeaban su torso y la cara interna de sus rodillas, para elevarla tan fácilmente como a una estatua de plumas. Inconscientemente, ella se acurruco contra él, desesperada por absorber un poco de su calor.
Abrió un poco los ojos y por entre la escarcha de sus pestañas reconoció la figura borrosa de una persona —bueno, un hombre— alto, y con una mandíbula marcada. El resto de su rostro era imposible de reconocer, al menos en ese momento. Así que volvió a cerrarlos, y recostó su cabeza en el hombro masculino preguntándose ¿A dónde me estará llevando?
—Vas a estar bien— le dijo, y como leyendo su mente continuó— ya casi llegamos a mi casa.
Rebecca se mantuvo en silencio para seguir disfrutando de su voz ronca y del rítmico vaivén de sus movimientos.
**********
Unos diez minutos después, fue depositada con cuidado en un mullido sofá negro, mientras el dueño de esa sensual voz le colocaba una frazada caliente por los hombros, tratando de calentar rápidamente sus ateridos músculos.
Ella lo miró trabajar en eso, mientras le frotaba los brazos y las piernas con fuerza para restablecer la circulación, como un experto. Sus párpados ya no le pesaban, y aunque aún sentía el cuerpo entumecido, quiso probar si sus cuerdas vocales ya funcionaban con normalidad.
—Gracias por ayudarme— murmuró, y el frío le dio a su voz una entonación extraña.
—No hay problema, ¿Ya te sientes mejor?
—Sí. Aunque mis pies siguen dormidos.
—Déjame verlos— pidió, y acto seguido bajó los cierres internos de sus botas para quitárselas. Las gruesas medias de lana que llevaba puestas estaban empapadas y heladas. Pero él con movimientos diestros desnudó sus pequeños pies.
—¡Dios! Están peor de lo que pensé.
Al escuchar semejante comentario, Rebecca se asustó. Y mucho. Por lo que inspeccionó ella misma sus pies, horrorizándose. Estaban completamente pálidos, tanto, que la fina telaraña de venas era perfectamente visible a través de la piel, las uñas se veían entre moradas y rosadas, pero el borde superior estaba tornándose azul. ¡Azul! Sus pies estaban congelados.
Con ojos angustiados miró al hombre que la había ayudado, asustada y realmente preocupada.
—Están congelados ¿Verdad?
—Probablemente— respondió. Y la esperanza huyó de ella tan rápida como un rayo. Él seguía examinando sus pies, moviendo sus dedos hacia arriba y abajo, doblándolos—. No creo que sea tan grave como pensé, aunque tiene un aspecto terrible. Los dedos están rígidos, pero se mueven, y hay flujo sanguíneo. No obstante, tenemos que calentarlos, y rápido.
—¿Qué puedo hacer?
—Tu espera aquí y sigue moviéndolos, yo voy a buscarte agua caliente.
Rebecca suspiró apesadumbrada y con cierto temor todavía recorriéndole el cuerpo. Comenzó a darse torpes apretones en la planta de un pie, luego del otro, y trató de doblar suavemente cada uno de los dedos así como lo había visto a él hacerlo, pero no ayudaba demasiado que sus manos también estuvieran heladas. Apoyó ambos pies en la alfombra, mientras abría y cerraba las manos una, dos, tres veces. Podía escucharlo trajinando en lo que suponía era la cocina del pequeño apartamento. Pequeño pero confortable —observó.
Las paredes estaban pintadas de blanco y ambos sofás era negros, al igual que las mesitas, donde habían varios portarretratos. Sus ojos curiosos se toparon con una foto en particular que le divirtió: un niño de diez años aproximadamente, montado sobre un elefante. El niño sonreía inseguro, mientras que en la imagen, se apreciaba claramente como el inteligente mamífero estaba dispuesto a lanzarle un chorro de agua directo desde su trompa a la cara del muchacho. Rebecca no pudo evitar tomar el marco para verlo más de cerca, y una amplia sonrisa se formó en sus labios al contemplar la escena.
—¿Qué estás mirando? —cuestionó él a su lado.
Rebecca se sobresaltó al escucharlo tan cerca, apretando el portarretratos contra ella en un gesto automático.
—Yo… yo… —Oh cielos, ¿Que le digo?— solo estaba mirando— dijo, e inmediatamente volvió a colocarlo en la mesa.
¿Por qué estaba tan nerviosa de repente? Solo miraba una foto, tampoco es que lo estaba espiando ni nada. ¿Entonces por qué….
—¿Como sientes los pies?
—Oh si, están mejor— Tanto como una paleta de helado.
—Mételos aquí, verás que te sientes mejor así.
—De acuerdo.
Introdujo los pies en el agua caliente y al principio el contraste de temperatura fue bastante incómodo, pero sus pies se adaptaron, logrando que su cuerpo entrara en calor rápidamente. Y aunque llevaba aún la ropa mojada, se sentía mucho mejor.
—Hay que hacer algo con esa ropa, te enfermarás si no te la quitas.
Rebecca no estaba segura de la razón, pero esas palabras desencadenaron que su rostro se sonrojara completamente. Su corazón empezó una marcha apresurada dentro de su pecho y la respiración se le volvió tan superficial y repetitiva que parecía tener un ataque de asma.
—¿Estás bien? ¡Ey, Rebecca! ¿Qué te sucede?
Esas palabras hicieron que lo mirara directamente. Cortando todo tipo de sobrerreacción llevada a cabo por su cuerpo.
—¿Cómo sabes mi nombre?
.
—Siempre lo he sabido —murmuró por lo bajo.
Rebecca lo miró nuevamente, descubriendo algunas cosas en él que antes no había mirado, como por ejemplo su cabello negro, corto y rizado, la nariz un poco torcida, el pequeño lunar cerca de la comisura de su boca… ahora parecía diferente, como si antes lo hubiese estado mirando a través de un cristal, y ahora pudiera apreciarlo directamente, más real, más hermoso.
Si observaba su rostro en conjunto, en realidad no había nada en él que fuera particularmente atractivo. Pero analizando cada rasgo por separado, había algo precioso en cada uno, prístino, que la incentivaba a seguir detallándolo. Necesitaba ver sus ojos nuevamente, así que con delicadeza, rodeó sus mejillas con ambas manos, para que él la mirara.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros de manera despreocupada, pero el brillo en sus ojos no podía ser disimulado tan fácilmente.
—¿No vas a decírmelo?
Estaban muy cerca, tanto, que podía ver el latido de la sangre en su cuello, debajo de su mano. Era un pulso rápido, fuerte, lleno de vida. Rebecca deslizó sus dedos por las sombreadas mejillas, reconociendo un terreno completamente nuevo para ella, pero ansiosa por explorarlo todo. Nunca se había tomado esas atribuciones antes con ningún hombre, pero deseaba seguir tocándolo. Su piel tibia era completamente reconfortante para ella, y sus dedos entumecidos volvieron rápidamente a la vida, ansiosos por acariciarlo.
Sabía que lo había visto antes en algún lugar, a ese hombre fuerte y sencillo, pero no lograba recordar donde. Algo en su corazón se lo decía, a la vez que le reprochaba el no haberle prestado atención antes.
Sus manos, grandes y varoniles le acunaron el rostro con ternura, una ternura que tal vez llevaba ahí encerrada mucho tiempo, rogando por su liberación. Ahora llovía como un torrente, solo para ella. Fue una sensación tan singular, como si se hubieran reconocido por fin sus cuerpos tras largo tiempo de ausencia.
Él sonrió. Una sonrisa radiante que se reflejó en su mirada, y Rebecca se derritió. Sus labios finos se movieron, haciendo un eco exacto de los de él. Aceptando en silencio aquello tan grande que los unía.
—Hola— susurró ella.
—Hola— respondió él, mientras le acariciaba el cabello.
—Tú sabes mi nombre, pero yo no sé el tuyo.
—Adam. Adam Brady —repuso.
—Adam Brady, yo soy Rebecca Smith. Es un placer conocerte.
—El placer es sólo mío, nena.
Él la besó. Lentamente unió sus labios a los de ella, acariciándolos con reverencia. Rebecca paseó sus manos desde su cuello hasta su nuca, donde enterró los dedos en la cabellera negra y brillante. Adam estaba arrodillado en el suelo, entre sus piernas, besándola como si aquello fuera lo más normal del mundo, y ella no deseaba parar. Sus alientos se mezclaron, mientras los brazos masculinos la rodeaban, brindándole una protección que ella no sabía que hubiera necesitado antes, pero sin la cual ahora no podría vivir. Se aferró a él con más fuerza, pegando sus cuerpos de tal manera que ni el aire podía pasar entre ellos. Era algo completamente diferente a cualquier cosa que hubiera vivido hasta ese día.
Se separaron un instante para respirar, y volvieron al ataque. Rebecca besó sus labios, sus párpados, sus mejillas, e incluso el lunarcito adorable al lado de su boca. Todo. Lo quería todo de él, con una urgencia que era a la vez placentera e insoportable. Adam recorrió su cuello con los labios, dejando un rastro abrazador detrás de ellos, a lo largo de la piel. Sus atenciones eran tiernas y desesperadas al mismo tiempo. Como si las hubiera deseado desde hacía tanto que solo pudiera actuar con brusquedad, pero a la vez fuera incapaz de ser brusco. Cuando besó su clavícula, notó que aún llevaba puesta la ropa húmeda, así que se separo de ella, su mirada intensa, penetrante.
—Tienes que quitarte esa ropa —ordenó jadeando— vas a enfermarte.
Rebecca sonrió levemente, y prosiguió a hacer exactamente lo que él le dijo. Cuando levantó el borde de su suéter, él hizo una especie de jadeo entrecortado. Asombrada, ella lo miró curiosa.
—¿Qué? Dijiste que tenía que quitarme la ropa.
—Pe… pero… —la miró asombrado.
—Voy a enfermar si no me quito esta ropa mojada, así que voy a quitármela y ya. ¿Puedes prestarme algo de ropa seca?
Adam asintió, atónito. Aprovechándose de esa expresión, Rebecca se sacó de golpe el suéter y la franela, quedándose con los pantalones y el sujetador. Los hermosos ojos de él se abrieron desmesuradamente, como si no pudiera creer lo que le mostraban. Ella continuó, sin sentir vergüenza en absoluto. Se pertenecían así que ¿Cuál era el problema?
Pensaba hacerlo lentamente, pero la necesidad de estar cerca de él era demasiado fuerte, demasiado atrayente, así que se sacó los pantalones, quedándose sólo en ropa interior. Pero no le dio tiempo a él de pensar nada, se movió rápidamente hacia él, con sus pies aún un poco torpes, pero casi recuperados. Tomó el borde de su camisa y se la quitó apresuradamente. Necesitaba sentirlo, acariciarlo.
Pronto no tuvo que seguir provocándolo. Él reaccionó de una manera completamente salvaje, reclamándola. Y Rebecca le respondió con su cuerpo: Soy tuya.
**********
Horas más tarde, Rebecca yacía acurrucada en los brazos de Adam, sintiéndose más feliz de lo que recordaba haber estado en algún momento. ¿Cómo podía explicar lo que había sucedido? No estaba segura. Solo sabía que ya nunca podría separarse de Adam. Lo necesitaba. Era algo tan elemental como respirar, como vivir. Lo Amo— comprendió. Se había enamorado de él en el momento en que la había rescatado de morir congelada en la acera. Y desde entonces, solo le había arrebatado más y más partes de su corazón, a tal punto que ya no podía imaginar vivir sin él a su lado. Solo rogaba que él sintiera por ella esa misma necesidad, ese mismo sentimiento que inundaba su corazón.
Él no había dicho nada en un rato. Si no fuera porque sentía las tiernas caricias de sus dedos en la espalda, habría jurado que estaba dormido. Rebecca deseaba que él también le dijera que la amaba. Se sentía tana bien estar así, pegada a él, con la cabeza en su hombro e inhalando su aroma, que temía que aquello fuera un sueño producto del frío. Se apretó más a él, intentando huir de esa idea, y Adam la apretó más en sus brazos.
—¿Estás bien?
—Es la tercera vez que me preguntas exactamente lo mismo— refutó divertida.
—¿De verdad? Valla, no me había dado cuenta.
Adam se sumergió nuevamente en el silencio, y Rebecca no iba a permitírselo.
—¿En qué piensas? Estas muy callado.
Él la obsequió con una sonrisa encantadora.
—Solo intento convencerme de que esto es real, y no un sueño cruel.
Ella levantó la cabeza para mirarlo directamente mientras su mano le acariciaba el rostro.
—Estamos pensando algo parecido —dijo, y le dio un beso en la barbilla— pero no es un sueño.
—No, creo que no lo es. Pero me parece tan increíble tenerte aquí, conmigo, que aún no puedo creerlo.
Rebecca bajó sus labios hacia los de él, en un beso tierno lleno de amor, para hacerle saber cuan real era todo aquello.
—Y pensar que estando ahí afuera, muerta de frío, creí que sería la peor navidad de mi vida. Estaba realmente equivocada.
El brillo en los ojos de Adam le dijo cuanto agradecía él sus palabras, y cuan acertadas eran también. El la beso, tan suavemente como si fuera una muñeca de cristal, saboreándola lentamente, con paciencia. Demostrándole cuanto la amaba. Porque la amaba. Ese brillo en su mirada solo podía significar eso, brillaban tanto como aquella vez, en la casa de Anette, cuando…
—¡Ya lo recuerdo!— jadeó ella al separarse de los labios masculinos— ya recuerdo dónde te había visto antes…
La suave y ronca risa masculina le envió escalofríos a lo largo y ancho del cuerpo.
—No te burles. ¿Cómo iba a reconocerte desde entonces? Además, tenías un aspecto completamente diferente.
—Sí, lo sé. Acababa de llegar de un viaje muy largo. Kevin, el esposo de Anette, ha sido mi amigo desde hace años y me ofreció quedarme en su casa hasta que pudiera acomodarme en mi propio lugar. Entonces un día tú llegaste a visitarlos, era el cumpleaños de Anette, lo recuerdo. Y también recuerdo que desde que te vi, no pude dejar de pensar en ti.
—Pero eso fue hace meses. ¿Por qué no me buscaste?
—Porque sé cuando una mujer no está interesada en mí, y créeme, tú no podías estar menos interesada.
Rebecca se ruborizó, la vergüenza haciendo estragos en ella. Era cierto, no lo había tenido en muy buena estima. Para ser sinceros, había prescindido de él completamente. Y pensar que ahora…
—Hey, hey. No pienses en eso. Ya es pasado, estás conmigo ahora. Y te juro que nada más me importa.
Él hundió la nariz en su cabello, saturándose de su olor femenino. Tenía que decirlo, no podía aguantarlo más. Si seguía reprimiéndolo su pecho explotaría. Pero Adam, nuevamente, le robó las palabras.
—Te amo, Bec. Te amé prácticamente desde que te vi. No sé cómo explicarlo, a veces creo que es absurdo, pero lo siento. Aquí —colocó con delicadeza la palma femenina sobre su pecho— solo hay espacio para ti.
Los ojos de Rebecca se llenaron de lágrimas, mientras escuchaba las palabras más hermosas que alguien le hubiera dedicado nunca. El nudo en su garganta creció, amenazando con ahogarla, y las lágrimas que en vano intentaba detener, brotaron libres rodando por su rostro y estrellarse en el amplio pecho masculino.
—Yo también… —sorbió por la nariz de una manera muy poco femenina— también te amo, Adam.
Los fuertes brazos de Adam se cerraron a su alrededor, acercándola a él, fundiendo sus pieles, sus almas en una sola, y a la vez protegiéndola de todo lo demás. Los amplios labios masculinos buscaron los suyos, para juntarse con un choque explosivo. Cuando se separaron, jadeantes pero felices, se miraron de esa manera, esa que les comunicaba que sobraban las palabras.
—Feliz Navidad, Bec.
—Feliz Navidad, Adam. Y gracias por amarme.
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